Decía san Alfonzo que a quien
Dios quiere llevar una elevadísima santidad le concede una gran devoción a la
Virgen Santísima. Y esto le sucedió al padre Pío. Toda su vida fue una cadena
ininterrumpida de actos de devoción y de caridad a la Madre de Dios.
Su bautismo, el 26 de mayo de
1887, fue hecho junto a una imagen de Nuestra Señora. Y la mamá, doña Josefa,
se encargó durante los años de la niñez del futuro santo, de entusiasmarlo
enormemente por la devoción a la Virgen Purísima.
En Pietrelcina se conserva la
imagen de la Santísima Virgen ante la cual se detenía el niño Forggione (Padre
Pío) a rezar cuando iba a la escuela o
volvía a su casa.
Dos madres.
En la celda del Padre Pío hubo siempre dos retratos, el de la imagen de la
Virgen, patrona de su región, y el retrato de su mamá, doña Josefa. Y cuando
murió su mamá, el santo repitió lo que hicieron santa Teresa, san Juan Bosco y
otros santos al quedar huérfanos de madre: se arrodilló ante la imagen de la
Virgen Santísima y le dijo: “Madre, yo no puedo vivir sin mamá en esta tierra.
Mi mamá terrenal se ha ido a la eternidad ¿Quieres ser Tú buena mamá de
ahora en adelante?”. Y la reina Celestial cumplió a perfección su oficio de madre desde ese día
hasta que llevó su alma a la eternidad feliz.
Una visión. El 15 de agosto de 1929
dijo: “ Esta mañana en la fiesta de la Asunción, subí al altar a celebrar la
Santa Misa lleno de dolores físicos y de angustias en el alma. Sentía morirme.
Una angustia mortal invadía mi alma. Me llegó una tristeza insoportable. Pero
después de comulgar vi claramente a la celestial Señora que me decía: Mi hijo y
Yo estamos contigo. Puedes estar tranquilo. Tu nos perteneces y nosotros te
protegeremos. Desde ese momento invadió mi alma una alegría tan grande como nunca
había sentido un gozo semejante. Y así estuve todo este día de fiesta de la
Santísima Virgen.
Después de esto exclamaba: Al recordar la presencia de Jesús sacramentado
y de María Santísima, siento en mi corazón una llama de amor tan grande hacia
ellos que ya no siento los dolores ni las penas. Y añadía: Quisiera tener una
voz tan fuerte que lograra llegar con ella a los pecadores de todo el mundo
para convencerlos que lo mejor será confiar siempre en la bondad y el poder de
la madre de Dios. Quisiera tener alas para poder volar por toda la tierra
propagando la devoción y el amor a Jesús y a María.
SU ARMA PREFERIDA EL
SANTO ROSARIO
¿Quién podría contar los rosarios
que el Padre Pío rezó en tantos años? Siempre llevaba la camándula en su mano.
Y tenía rosarios en todas partes: debajo de la almohada, en los bolsillos, en
la mesa. Se podía llamar “El religioso
del rosario” Decía que el arma predilecta con la cual derrotaba a los
enemigos del alma era el santo Rosario. Un día que estaba en cama enfermo notó
que se le había extraviado su rosario y le dijo al Padre enfermero: “por favor,
busque dónde se me ha quedado mi arma de combate”. El otro entendió y se fue a
buscarle su camándula. Todo rato libre lo dedicaba a rezar el rosario: meditando
los misterios. En su cuaderno escribió, cada día rezaré cinco rosarios de
quince misterios cada uno.
Sus últimos concejos.
Unos días antes de su muerte, se le acercaron algunos devotos y le pidieron:
Padre ¿Qué consejos nos deja de recuerdo? Y él respondió: Amén mucho a la
Virgen Santísima y háganla amar. Recen el rosario. Récenlo siempre. Récenlo
cuantas más veces puedan. Recuerden quien más reza tiene más posibilidades de
salvarse, y quien reza menos, tiene más posibilidades de condenarse. El rosario
es la oración que triunfa de todo y de todos.
La boleta de
entrada. Un día lo visitaba el obispo Monseñor Pablo Corta,
acompañado de un militar, y el prelado le pidió al padre Pío que le consiguiera
al oficial del ejército una boleta para entrar al cielo. El santo sacó una
camándula y entregándosela al militar le dijo: esta es la mejor boleta y
recomendación para que al morir lo dejen entrar a la patria celestial. Recuerde
que María santísima es la puerta del cielo. Si usted reza cada día con devoción
el santo Rosario, la madre de Dios le conseguirá de su Hijo Jesucristo, la
entrada a la Gloria Celestial.